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(ca) Spaine, Regeneration: No somos más que las cenizas de ese fuego (de, en, it, pt, tr) [Traducción automática]
Date
Tue, 9 Sep 2025 07:47:16 +0300
Las décadas pesan sobre nosotras como un viento frío que va despintando
banderas, gastando consignas, arrancando sueños. Quienes nos precedieron
en el combate libertario entregaron su vida a un horizonte que ahora se
nos pierde en la niebla: aquel anarquismo revolucionario de principios
de siglo que llegó a hacer temblar a gobiernos y patrones cayó,
derrotado, aplastado, exiliado en los márgenes de la historia. El
silencio impuesto por la represión, el miedo transmitido en las casas,
las heridas abiertas en generaciones enteras crearon una grieta profunda
entre quienes eran y quienes somos.
Cuando, finalmente, pudimos escuchar su voz, apenas encontramos ecos
rotos. Faltaron manos para guiarnos, faltaron palabras para formarnos,
faltaron referentes que supieran enseñar sin atarnos a su tiempo. La
transmisión de los conocimientos fue quebrada por el fuego de la
derrota, por la prisión y la clandestinidad. Y, mientras tanto, sus
enemigos aprovecharon para escribir por nosotras nuestra propia
historia: hablaron de la anarquía como sinónimo de caos, del anarquismo
como renuncia a la organización, de la revolución como un estéril juego
de violencia. La imagen que nos devolvieron fue la de un punk sin
futuro, una sombra derrotada por sí misma, que legitimaba la violencia
por sí sola, olvidando que solo como arma colectiva puede tener sentido.
En medio de ese desierto de referentes y de memoria, toda una generación
buscó caminos como pudo. Muchas veces desde el individualismo, la
informalidad o, simplemente, la apatía disfrazada de radicalidad.
Aparecieron nuevas formas de hacer, a veces valientes, a veces confusas,
a veces puramente reactivas. El anarcosindicalismo, el
insurreccionalismo y el autonomismo ocuparon, durante estas últimas
décadas, el espacio central de la práctica anarquista. Corrientes con
análisis propio, que pueden inspirarnos o incomodarnos, pero que sin
duda fueron las que mantuvieron encendida, aunque débil, la llama de un
sueño colectivo.
Hoy, quienes apostamos por el anarquismo social y organizado tenemos la
responsabilidad de mirar atrás con honestidad y valentía. Sin mitificar
ni despreciar, sin olvidar que la historia que heredamos fue construida
también por quienes caminaron por esos senderos. Somos herederas de su
rebeldía y también de sus contradicciones. Y solo desde esa mirada clara
y justa seremos capaces de levantar otra vez, sobre nuevas bases, la
vieja bandera negra.
Y es que, tras años de quemazón en el movimiento libertario, tras tantas
noches de asambleas estériles y días de acciones sin horizonte, empezó a
abrirse paso una ristra de preguntas incómodas y necesarias: ¿qué
estamos haciendo? ¿para qué? ¿a quién sirve? ¿tiene sentido? ¿tiene
impacto? ¿caminamos hacia una revolución o nos encerramos cada vez más
en un gueto?
La autocrítica se volvió, poco a poco, herramienta y guía. No como un
ejercicio de autoflagelación, sino como la única forma honesta de romper
la inercia y recuperar la dirección. Estamos naciendo ahora, en el siglo
XXI, casi de cero, con un movimiento organizado débil, disperso, con la
memoria rota, pero con voluntad de recomponer la trama de este
rompecabezas. Las tendencias y tradiciones anteriores nos dejaron una
herencia de orgullo y de rabia, pero también de límites. Y es justo
reconocerlo: no fueron capaces de construir el poder popular que soñaban
y, hasta ahora, nosotras tampoco.
Sobre ese terreno fértil de intentos y errores, estamos levantando una
corriente nueva, más consciente de que la libertad no se improvisa, sino
que se construye paso a paso, organizando, tejiendo, aprendiendo
colectivamente. El anarquismo social y organizado bebe de la fuerza
crítica acumulada contra las viejas dinámicas: el culto a la
espontaneidad, la huida de la responsabilidad, la romantización del
caos. No para despreciar a quienes las siguieron —pues también nosotras
pasamos por ahí, empezamos a caminar en ese mundo porque era la única
alternativa visible—, sino para proponer caminos nuevos, sin olvidar que
esas compañeras siguen siendo agentes legítimas, dignas interlocutoras
de debate y respeto.
¿Y por qué ahora? Quizás porque al movimiento llegó una generación
nueva, sin las pesadas mochilas de la derrota, sin los mitos de una
resistencia que nunca vieron ganar, que se atreve a preguntar «¿por qué
se hizo así?» y «¿para qué?». O quizás porque muchas otras, quemadas
tras años de informalidad y estancamiento, encontraron aquí, entre
nosotras, una esperanza renovada, una manera distinta de soñar sin
renunciar a la realidad. Sin miedo a ser categórica, me atrevo a decir
que ambas cosas, y que en la intergeneracionalidad estamos conviviendo y
aprendiendo juntas.
Sea como sea, este es el tiempo en el que estamos llamadas a ser
valientes, a seguir construyendo sin miedo al pasado ni a la crítica.
Conscientes de que el futuro también nos juzgará a nosotras, y de que
solo la organización sostenida sobre la memoria y la autocrítica puede
devolverle sentido a la vieja promesa revolucionaria que nunca dejamos
de perseguir.
Es necesario hablar. Es necesario escribir, explicar, abrir debates,
compartir análisis. Es necesario, incluso, interpelar a quienes, a
nuestro parecer, están haciendo retroceder los pequeños avances que
vamos conquistando. No hay organización viva que no se cuestione a sí
misma y a su alrededor, que no aspire a mejorar su propio camino
ayudando también a mejorar los de sus compañeras.
Pero hablar no es inocente. La manera en la que hablamos también
construye y destruye, también organiza y desorganiza.
Nuestra palabra no puede ser un arma para herir ni una frontera para
dividir. Debe ser un hilo que teja, que una, que cuestione sin humillar,
que critique sin condenar. Porque nuestro objetivo no es tener razón
frente a nuestras iguales, sino fortalecer nuestra lucha común contra un
enemigo que no ha desaparecido.
Hablamos para construir, para sumar, para aprender también nosotras en
el proceso. Y eso implica, a veces, guardar el orgullo y recordar que
todas somos hijas del mismo deseo de libertad, que todas hicimos lo
mejor que supimos con las herramientas que teníamos. Ese recuerdo es el
que debe guiar nuestras palabras, para que nuestra voz no sea eco del
sectarismo que siempre intentaron inculcarnos, sino semilla de un
anarquismo más amplio, más justo, más fuerte.
El movimiento libertario es, ante todo, una familia amplia, llena de
diferencias y matices. Por eso, cuando dirigimos nuestra palabra a las
compañeras que siguen otros caminos, tenemos que recordar quiénes somos
y de dónde venimos. No se trata de tratarnos como enemigas ni de
considerarnos superiores, plenas frente a quienes serían «incompletas».
No somos juezas del anarquismo, ni somos quienes para expulsar a nadie
de su genealogía.
Porque esas compañeras a las que a veces miramos con frustración fueron,
durante años, quienes sostuvieron la llama cuando parecía apagada,
quienes defendieron las barricadas, incluso cuando la esperanza estaba
marchita y la mayoría ya no estaba allí. Fueron capaces de mantener vivo
el nombre y la dignidad del anarquismo cuando no había casi nadie más.
Quizás no como nos gustaría hoy en día, pero siempre pusieron todas sus
fuerzas, vidas y herramientas al servicio de la revolución.
Tampoco debemos caer nosotras en esas falacias que vende el discurso
hegemónico. Ni todas las compañeras insurreccionalistas son kostras, ni
todas las compañeras autonomistas son hippies. Todas sabemos a qué nos
referimos cuando hablamos en estos términos, y dentro de esas
corrientes, desde las últimas décadas hasta la actualidad, también ha
habido muchas compañeras críticas con ellas, intentando crear espacios
ajenos a esas dinámicas, y basando en la propia teoría y estrategia de
cada corriente su acción. Podemos criticar, como ellas mismas critican,
esas posturas, pero no tomar la parte por el todo y reproducir la
propaganda estatal y capitalista, diseñada finamente para desmovilizar a
un movimiento intrínsecamente revolucionario.
Otro de los espejos en los que nos vemos obligadas a mirarnos es el de
las relaciones con el movimiento independentista popular. Para muchas
nuevas compañeras, el soberanismo popular fue y es un primer espacio de
lucha, una escuela de organización y compromiso colectivo. Para otras,
la bandera nacional choca de frente con nuestro internacionalismo y con
nuestra desconfianza hacia las formas de dominación. Pero también aquí
debemos recordar que ninguna lectura es única ni automática, y que las
identidades colectivas son también producto de las opresiones y las
resistencias. Que cada quien analice, razone y sienta su postura es
legítimo. No nos toca patrullar la pureza ideológica, sino garantizar
que nuestro horizonte siga siendo la emancipación social y política, que
ninguna nación por sí sola puede superar los sistemas de opresión, ni
ningún internacionalismo mal entendido puede negar las heridas y
derechos de una comunidad que resiste.
Cuando hablamos del pasado, no hablamos solo de un puñado de nombres y
fechas, de un catálogo de errores y aciertos. Hablamos de nosotras
mismas, de nuestra historia, de nuestra memoria colectiva. No es un
respeto «a las mayores», como un gesto paternalista o de cortesía: es
respeto al camino que hicieron posible, a las barricadas que sostuvieron
cuando parecía imposible ganar la batalla, a la dignidad que conservaron
incluso en la derrota.
Nosotras también nos equivocamos —y seguiremos equivocándonos—. Y estoy
segura de que dentro de veinte años otras compañeras analizarán con
honestidad nuestros pasos, señalando nuestros errores con el mismo rigor
con el que hoy nosotras hacemos balance de las décadas pasadas. Y lo que
espero de ellas no es un juicio sin matices, sino ese respeto profundo
hacia quienes hicieron lo que pudieron, como pudieron, por acercarse un
poco más a ese viejo horizonte de emancipación social, política y económica.
A veces caemos en el presentismo con esa arrogancia de quienes se creen
más listos, de quienes quieren juzgar el pasado como si hubieran estado
allí, sin haberlo estado nunca. Olvidamos que la mitad de los libros con
los que hoy alimentamos nuestra teoría no estaban escritos entonces. Y
la otra mitad llegó a nuestras manos gracias a que alguien los rescató
del olvido. Reorientemos nuestra acción, nuestra teoría, desde la
humildad de quienes no conocen el futuro, pero creen en él.
Claro que debemos analizar las causas, las consecuencias, aprender de lo
que funcionó y de lo que no. Pero no tenemos derecho a juzgar desde el
moralismo ni desde la superioridad. Porque aquellas compañeras fueron y
son lo mismo que nosotras: anarquistas, movidas por el horizonte de la
libertad, motivadas por la urgencia de su presente, llenas de dudas
sobre el camino, pero decididas a caminar. Hicieron lo que el contexto
les permitía, y nosotras no somos quienes para evaluarlas más allá del
objetivo común que nos hermana.
Las divergencias estratégicas o ideológicas no pueden servirnos como
excusa para culpabilizar a las otras de que el capitalismo siga
existiendo. Ese es un juego estéril, inútil y peligroso. A veces, la
crítica a las tendencias anteriores se convierte en una nueva forma de
dogmatismo: un discurso que pretende anular todo lo que se hizo antes,
como si solo nuestro camino fuera válido, como si lo organizado-social
fuera la estrategia definitiva. Esa tentación hay que señalarla con
claridad, porque es una trampa. El anarquismo nació y creció en la
pluralidad, y esa pluralidad es una de sus mayores fuerzas. Ninguna
corriente posee la verdad absoluta. La elección de postura ideológica
—que siempre es a la vez racional y emocional, porque las personas somos
ambas cosas— es legítima en cualquier caso. Cada quien con su análisis,
con su experiencia, con sus razones. Solo podemos respetarnos, tender
puentes, construir juntas caminos que se acerquen lo más posible entre
sí, celebrando precisamente esas diferencias que nos salvan del
dogmatismo y del sectarismo que tanto criticamos desde dentro.
Si la crítica y la autocrítica son el alimento de nuestras
organizaciones, hagamos que también sean el hilo que teja nuestras
relaciones con el resto de las familias del anarquismo. No puede haber
honestidad interna si lo que ofrecemos a nuestras iguales son solo
reproches o desprecio. Practiquemos con la misma coherencia fuera que
dentro: hablemos con verdad, con claridad, sí, pero también con humildad
y con la voluntad sincera de apoyarnos mutuamente. No se trata de
silenciar las diferencias ni de ignorar los errores, sino de afrontarlos
con el deseo de sumar, de aprender unas de otras, de construir algo más
grande de lo que cada quien podría levantar por su cuenta. Con todo, si
criticamos, es porque nos importa realmente el objeto de nuestra
crítica, sino, no «perderíamos» el tiempo en ello.
Al final, no somos más que la ceniza de ese fuego que tantas otras
prendieron antes que nosotras. Heredamos sus brasas, su calor, sus
aciertos y sus heridas. Pero no es la herencia la que nos define: es lo
que hagamos con ella. Está en nuestras manos que el fénix surja de entre
el polvo, que alce el vuelo y arda más alto y más lejos de lo que nunca
antes fue capaz. Esa es nuestra responsabilidad y también la fuerza que
nos mantiene en pie: hacer que la utopía, de nuevo, encienda el cielo.
Inés Kropo, militante de Xesta
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